Como dueño de un restaurante de tapas gourmet jamás pensé que acabaría teniendo que recomendar un dentista a un cliente, ahora que en este trabajo podemos ver de todo y cada día es una anécdota nueva. La semana pasada vino una pareja a celebrar su aniversario y, mientras que la chica disfrutaba comiendo, el joven no probaba bocado. Al final, agobiado por si no le gustaba, acabé preguntando y el chico me dijo que tenía un dolor insoportable en los dientes y me contó todo lo que le pasaba en un minuto. Le vi tan apurado que acabé mandándolo a la web de mi dentista, a dentalmorante.es, para que pidiera cita allí y le ayudaran son su problema.
Cuando me acerqué a la mesa y pude verle de cerca el flemón que tenía, me entraron ganas de llorar a mí por el dolor que debía estar sintiendo el chaval. Ahora, que eso demuestra amor, ¿eh? Porque, a pesar de eso, él seguía ahí, ene l restaurante, al pie del cañón en el aniversario con su chica.
Pero esto no es lo más extraño que me ha pasado en el restaurante, para nada. En Telemadrid hasta sacaron un reportaje sobre anécdotas de restaurantes, muy divertido por cierto. Pero os contaré algunas de las mías que he vivido en mis propias carne como trabajador de la hostelería, antes de tener mi propio restaurante y ahora.
Anécdotas
Cuando era joven, empecé a trabajar en un hotel, como ayudante del chef. Un día, tras la queja de un huésped, subimos el responsable del restaurante del hotel (que iba de negro) y yo (que iba de blanco) para hablar con él. Cuando el hombre nos abrió la puerta nos miró a ambos y directamente nos la volvió a cerrar en las narices diciendo: “Todavía no ha llegado mi hora”.
En otra ocasión, en ese mismo hotel, un cliente llamó a la recepción desde su habitación diciendo que no podía encontrar la salida, a lo que mi compañera le contestó que sólo había una puerta y el huésped le respondió: “Sí, pero hay una señal de no molestar allí”.
Otro día, la misma compañera de recepción, me contó que otro cliente había bajado minutos antes con el mando de la televisión a distancia en la mano para que ella le enseñara a utilizar “ese teléfono”.
El día en el que casi me muero de la risa fue cuando, a la llegada al trabajo, me vi a cuatro niños intentando trepar por la fachada del hotel hasta el primer piso donde, desde el balón de una habitación, un hombre les tendía las manos. Al entrar fui directo a recepción y subimos a la habitación corriendo asustados. Resulta que el matrimonio había reservado una habitación doble, obviamente para dos, y pretendían subir al resto de la familia por la fachada para no tener que pagar por ellos y acomodarse todos allí.
Otra vez, ya en mi restaurante actual, entro una pareja a cenar que, a mitad del servicio, se levantaron de golpe mientras el hombre movía la pierna de manera extraña y la mujer le daba manotazos a diestro siniestro. En ese mismo momento, una de mis camareras que pasaba al lado con dos bandejas, recibió un sonoro tortazo en la cara y lanzó las bandejas por los aires que, gracias a Dios, no cayeron sobre ningún cliente. Por lo visto, el hombre sufría de una extraña enfermedad que le adormecía la pierna derecha y se había levantado a moverla, aunque de una manera un tanto exagerada. Su mujer sólo intentaba ayudarle dándole golpes en la misma.
Y es que este trabajo puede ser de todo menos aburrido.